Ponencia para la First North-South Conference on Degrowth (Ciudad de México, 3-7 septiembre de 2018)
ABSTRACT. Mi propósito es estudiar la relación entre tres grandes revisiones psicoanalíticas del paisaje interior y la interiorización del imperativo económico del crecimiento. La primera, a saber la ecuación entre psiquismo e inconsciente, revocando el ideal clásico de razón como cúspide de una subjetividad autónoma y soberana, ha vuelto el individuo indefenso ante toda “normalización” de sus contenidos de consciencia. La segunda, a saber la reducción de la psique a órgano, ha llevado a la sustitución del antiguo ideal ontológico de felicidad (bien-ser) con el nuevo ideal dinámico de salud mental (bien-estar), convirtiendo la interioridad en monopolio de expertos depositarios del método para descifrarla, del saber acerca de su condición óptima y del poder para restaurarla en caso de desviación. La tercera, a saber la explicación del psiquismo en términos de funcionamiento y adaptación, ha indirectamente abierto el paso a psicologías que, a través de la subrepticia asunción de circunstancias sociales como naturales (y entonces incuestionables), han interpretado el “buen funcionamiento” psico-social del individuo, definido a partir del imperativo económico dominante, como evidencia clínica de su bien-estar (salud mental). Terminaré indicando en la recuperación del ideal ontológico clásico de felicidad y en la relectura de las éticas griegas y romanas en términos de psico-dietética del bien-ser y metodología racional de la felicidad los fundamentos para una práctica “clínica” de la filosofía que reconozca en la descolonización crítica de la interioridad, y de la reafirmación de su autonomía, el eje de una elaboración de las diferentes declinaciones actuales del malestar existencial individual.
1. No es forzoso que el imaginario, y el espacio interior del que se desprende, sean cargados directamente de un valor económico para que adquieran un rol significativo en economía. Es suficiente que la interioridad pueda diseñar una sombra en la racionalidad del mercado y en la tensión hacia el crecimiento infinito que traduce su imperativo categórico. La progresiva colonización del espacio interior no representaría entonces un efecto secundario, sino un momento esencial de la realización del imperativo mismo, que “funciona” sólo en la medida en que pueda dominar el imaginario en tanto escenario de la interioridad – en otros términos, “funciona” sólo si se interioriza. Colonizar la interioridad es entonces una manera de dominar la sombra, de iluminarla.
Hablo de la interioridad como “sombra” porque, según un planteamiento meta-ético sustancialmente vigente hasta la Revolución Industrial, el espacio interior diseña la frontera última del sujeto, más allá de la cual respira psyché, el “verdadero yo”, o de todos modos aquella “razón gobernante” que sabe, puede y debe guiar la vida de su máscara, la persona, hacia la felicidad. Con una metáfora estoica, en la interioridad se hospeda aquel “promontorio” que es el hogar tanto de psyché como (y por esto mismo) de toda felicidad humana posible. Felicidad que coincide con el “bien ser” de psyché y, como había aclarado Aristóteles, marca el norte de toda humana elección (es por ello que la ética, en su amanecer, se nos presenta como una metodología racional de la felicidad basada en una dietética (psico-)terapéutica del “bien ser”). Sucede pero que desde el promontorio, en su situación de por lo menos ideal impermeabilidad, psyché juzga libre y autónomamente: observa el panorama y define qué es “fin” y qué es “medio”. Este juicio convierte psyché en sombra amenazadora, es decir en subjetividad ulterior y relativamente no gobernable por la “mano invisible” que en cualquier momento podría “salirse del juego” volcando desde dentro e irracionalmente la jerarquía de los intereses (irracionalmente, claro está, desde el punto de vista de la racionalidad exterior del mercado).
2. El primer paso hacia el dominio de la sombra lo vemos reflejado en una obra importante de la primera mitad del siglo XVIII: La fábula de las abejas de Bernard de Mandeville (1). Lo que se nos presenta es el retrato de un “verdadero yo” completamente reestructurado en términos de mero centro privado de intereses y transacciones que exceden el yo mismo y que más a parte convierten al sujeto en una individualidad excluyente y defensiva. La felicidad sigue siendo el ideal del sujeto, pero en un sentido completamente renovado: abandonada la estable profundidad del ser y alcanzada la inestable superficialidad de los deseos, el término “felicidad” ya no reenvía al “bien ser”, sino al “bien estar”. La felicidad se exterioriza.
Sin embargo, la historia propiamente contemporánea de la colonización de la interioridad inicia solamente cuando la humanidad empieza a desconfiar de su voz interior: si con el advenimiento del mercado la felicidad deja de reenviar al “bien ser” para convertirse en “bien estar”, con el psicoanálisis empieza su ulterior redefinición, en términos de “salud mental”. El psicoanálisis ortodoxo lleva a cabo tres grandes revisiones de la interioridad que, si bien no son expresión de un proyecto de dominación del imaginario (y menos aún por el mercado), juegan un papel crucial en la colonización económica de la interioridad.
PRIMERA REVISIÓN. La ecuación entre psiquismo e inconsciente, revocando el ideal clásico de razón como cumbre de una subjetividad autónoma y soberana, vuelve el individuo indefenso ante toda “normalización” de sus contenidos de consciencia. Una vez descubierto que en la mente hay un doble fondo y que el pensamiento racional no es en realidad más que una manifestación superficial y maquillada de instancias psíquicas que operan en la sombra, ese gran supuesto heredado del mundo antiguo que dice que el pensamiento gobierna a la persona, o en todo caso la puede gobernar – ese gran supuesto se convierte en un espejismo. Ya no tiene ningún sentido aferrarse a aquellas palabras que Marco Aurelio había grabado en el horizonte humano y que decían:
Tu alma, o sea tu mente, será del mismo modo que las cosas en que pienses frecuentemente, ni más ni menos, puesto que el alma queda imbuida y como penetrada de sus ideas y pensamientos. (2)
Más bien habrá que decir: “Tu mente, o sea tu personalidad, será del mismo modo que las pulsiones que te animan, ni más ni menos, puesto que la psique queda imbuida y como penetrada de sus instintos y deseos inconscientes”.
Estando así las cosas, toda pretensión de postular una razón soberana es irracional y toda fe en el ejercicio del pensamiento como forma de la libertad y de la felicidad humanas es obsoleta. El pensamiento – antiguo soberano de y en la persona – tiene que abdicar. Sucede pero que si no puede creer en las conclusiones a las que llega su razón, el individuo se encuentra desprovisto de anticuerpos; y esto no sólo ante las fuerzas inconscientes que desde dentro lo motivan, sino incluso, y sobre todo, ante todo tipo de dirección exterior de su conciencia.
SEGUNDA REVISIÓN. La reducción de la psique a órgano, ha llevado a la sustitución del antiguo ideal ontológico de felicidad (bien-ser) con el nuevo ideal dinámico de salud mental (bien-estar), convirtiendo la interioridad en monopolio de “expertos” depositarios del método para descifrarla, del saber acerca de su condición óptima y del poder para restaurarla en caso de desviación. Freud redefine radicalmente la interioridad haciendo de ella un órgano; un órgano sui generis, claro está, mas que, como todo órgano, cuenta con su propia anatomía y anatomopatología. La interioridad se convierte así en territorio inaccesible, incognoscible para el sujeto: si por un lado Freud privatiza la problemática existencial, por otro lado la vuelve inescrutable para el sujeto mismo.
TERCERA REVISIÓN. Indirectamente, Freud redefine el ideal propio de la interioridad al hacer de ésta el objeto de una psicoterapia basada en un modelo naturalista de la mente: el estado óptimo de este órgano mental que se revela por primera vez en el anfiteatro psicoanalítico no tiene nada que ver con la felicidad, término ajeno al vocabulario anatómico: el viejo ideal de felicidad se encuentra sí desplazado por el nuevo ideal de salud mental, mismo que sin embargo hace referencia solamente a un “bien estar”, concepto funcional que al ser asumido como único públicamente relevante, deja irresuelta la cuestión ontológica del “bien ser”.
Al respecto, hay tres observaciones que Gerd Achenbach hace y que – me parece – esbozan un retrato eficaz de este nuevo escenario: la primera es que las modernas psicoterapias ven sobre todo “aquellos problemas que quisieran extirpar”; la segunda es que “es la ausencia de obstáculos e inconvenientes lo que determina el punto máximo de una vida feliz”; y la tercera, que es más una conclusión, es que “Salud y bienestar ocupan el primer lugar. Mas la salud no determina el sentido de la vida” (3). En otros términos, el correcto “funcionamiento”, o sea la salud mental, se propone como nueva medida de la felicidad, ocultando la brecha que en realidad hay entre salud mental y felicidad – brecha que Achenbach identifica con la cuestión crucial del sentido, que marca la distancia entre “bien ser” y “bien estar” y por, efecto primero de la privatización y luego de su exclusión cientificista del panorama mental relevante, propiamente se atrofia.
Es así como la explicación psicoanalítica del psiquismo en términos de funcionamiento y adaptación, ha indirectamente abierto el paso a psicologías que, a través de la subrepticia asunción de circunstancias sociales como naturales (y entonces incuestionables), han en primer lugar privatizado la problemática existencial y luego interpretado el “buen funcionamiento” psico-social del individuo, definido a partir del imperativo económico dominante en tanto eje del espacio social, como evidencia clínica de su bien-estar. Si Freud abre la puerta accidentalmente a la colonización de la interioridad, el conductismo hará lo mismo con premeditación, poniendo de manifiesto como el concepto de salud mental demasiado a menudo dependa más de una normalidad normativa (normativamente impuesta) que de una psicología antropológicamente fundada. Néstor Braunstein considera que un rasgo característico de la moderna psicología es hacer “pasar de contrabando la idea de que la sociedad humana es también un ‘medio natural’, tan ‘natural’ como el hielo para el oso polar o la montaña para el cóndor” (4). Dicho de otra forma, la psicología asume como naturales circunstancias artificiales y (porque) obedece a la exigencia de adaptar el individuo a un medio social asumido como incuestionable.
Las bases para la colonización de la interioridad son completas cuando la salud mental puede confundirse con la felicidad y cuando la técnica psicológica puede prometer el bien-estar a cambio de la renuncia de la persona a la soberanía sobre su proprio paisaje interior. Aunque la intención de Freud no fuera monopolizar la mente sino, al contrario, empoderar a la persona, estas tres revisiones psicoanalíticas de la fisionomía de la interioridad disparan consecuencias de alcance existencial incalculable en tanto ponen las bases para la monopolización de la interioridad por la técnica (psicológica).
3. De aquí en adelante, la técnica psicológica jugará un papel central. Como decía al principio, es esencial, para un sistema económico, lograr cierto grado de control sobre la interioridad. Mientras que cualquier sistema político construye su estabilidad sobre el miedo, o sea gobierna a través de un mayor o menor grado de represión de la interioridad, un sistema económico (basado en el mercado y terciarizado), gobierna al contrario valorizando la interioridad misma, es decir atribuyéndole (por lo menos en apariencia) un más o menos explícito valor de transacción. No es lo mismo colonizar una interioridad para que ésta encaje sin demasiada fricción en un sistema de producción que propiamente no la valora (o la valora en sentido meramente negativo, como sombra) o colonizar una interioridad entendida como “bien”.
Sólo en este último caso la colonización es perfecta; y eso porque el sujeto colonizado no se siente tal, sino valorizado, empujado hacia un crecimiento que es su propio crecimiento, no el crecimiento de un sistema abstracto. El colonizado siente así en todo momento de tener una dirección y un propósito suyos.
No obstante la profundidad del cambio que Mandeville observa, en su época la persona no se veía todavía nunca absorbida completamente por el mercado: desprovisto de valor económico, el territorio interior trascendía el espacio de la transacción. Esta relativa distancia entre persona y mercado empieza a adelgazarse sólo con la emergencia progresiva de los servicios. La terciarización forja una versión más sofisticada de homo oeconomicus: es ahora la persona misma – me refiero a su personalidad, a su interioridad – el “bien” objeto de transacción. Ya no se trata solamente de valorizar y vender el trabajo: el valor, y entonces la transacción provechosa, de trabajo y competencias dependen ahora también de lo que la persona sea y manifieste de su interioridad. El servicio no se ve, no se toca – por lo menos con anterioridad. Su valor depende así en amplia medida de la persona que lo ofrece: una persona que el cliente intenta adivinar en profundidad, adentrándose en su misma biografía. En una economía inmaterial, el “qué” es indisociable del “quién”, y esto no sólo en el sentido que la interioridad adquiere un valor económico, sino, mucho más allá, que la personalidad misma se convierte en el bien más cotizado. En una economía terciarizada, la persona es parte esencial de la oferta, finalmente es lo que está en venta: en los servicios vida y trabajo (interioridad y mercado) se integran, se confunden y la persona queda completamente colonizada por el mercado – propiamente vive para el mercado, ya no en el mercado.
Pero esta dirección y este propósito propios que mueven al individuo, al igual que la felicidad para un estoico, requieren dedicación y manutención constantes. Lo que quiero decir es que no es cierto que nuestra época sea pura exterioridad. Si miramos con detenimiento a nuestro alrededor, si observamos sin prejuicio lo que ocurre en las redes sociales, quizá veamos todo un ejercito de personas que trabajan en sí mismas, en sus interioridades, tan intensamente y tan constantemente cuanto trabajaban en su alma estoicos y cínicos. El cuidado de la imagen virtual, tan central en los millennials, no es cuestión de exterioridad, como demasiado a menudo se dice; no es puramente un asunto de las fotos que se suben a la red: la imagen es también lo que se dice, que a su vez refleja lo que se piensa y que es el reflejo de lo que se comparte. El individuo se tiene que presentar al mundo en su integralidad, al desnudo; su supervivencia no sólo depende, sino que se va forjando al rededor de la imagen que arroje en las redes sociales, cuya ley implícita vigente es “exhiban originalidad sin ser desviadores”. El punto es que el cuidado de la imagen es en realidad la auto-construcción de una interioridad, cuya medida pero no es la interioridad misma sino el mayor o menor éxito en términos de conexión entre interioridades que están haciendo lo mismo y que necesitan coincidir en un punto de conexión virtual que está por definición fuera de sí. Y que lo están haciendo persiguiendo la misma meta que Aristóteles justamente decía ser la más universal para el ser humano, la felicidad. Pero en un sentido completamente diferente: la interioridad se cuida y se cultiva por el valor de conexión que representa – la interioridad, la interioridad mentalmente “sana”, si adecuadamente cultivada, logra su felicidad en el comercio de sí misma (como en el protestantismo el alma adivinaba su salvación en el éxito económico, según argumentó Weber).
Ahora bien, en apoyo al cultivo de esta interioridad ahora tan valorada – en apoyo a este “mercado de las personalidades”, utilizando una eficaz expresión de Fromm – encontramos una tecnología psicológica nueva. Si el conductismo “naturalizaba” las condiciones de producción industrial y se encargaba de tratar al individuo en vista de su mejor incorporación social, la Psicología Positiva “naturaliza” la atomización individualista y la conexión tratando al individuo en vista de su crecimiento personal y de la realización del potencial humano. Desde su estreno, la Psicología Positiva etiqueta de “victimología” la vieja clínica, que en analogía con la medicina miraba a sanar, abriendo el paso a una nueva clínica basada en la individuación y en el cultivo de las fortalezas como medio para alcanzar un “bien estar” ahora subrepticiamente entendido como “bien ser”.
El homo oeconomicus de hoy se vuelve así en cierto sentido un asceta, sólo que de una interioridad vaciada, colonizada; una interioridad que lo es todo y que sin embargo ya no es, en realidad y propiamente, su propia interioridad, aunque el medio haga todo lo posible para que no se percate nunca de esta situación: ahí está la psicoterapia como lugar no del despertar, como debería ser según su misma promesa, sino del regreso al sueño, como es en realidad, ya que en mayor o menor medida se encarga de sanar normalizando. Ahora bien, el homo oeconomicus entra en crisis precisamente al tomar conciencia de todo esto.
4. Un sano proyecto de decrecimiento (individual) encuentra en la descolonización del imaginario, que a su vez supone una “crítica” y una “dietética” de la felicidad, su misma condición de posibilidad. El homo oeconomicus, evidentemente, no es una realidad ontológica: es una weltanschauung adquirida e implantada en la persona. Es aquí donde el presente reta a la filosofía. Sobre todo porque el punto no es tanto cómo la filosofía ve el homo oeconomicus y su crisis, sino cómo la persona ve la filosofía y puede pedir ayuda a ella, tanto para entender (entender para entenderse) como para hacer (cambiar). El aspecto central es la relación entre persona y filosofía.
Digo la persona, y no la sociedad, porque vivimos sumergidos en una mitología del crecimiento, además declinado como crecimiento individual. Y aquí el panorama es prometedor: estamos cada vez más conscientes de que algo no está bien; queremos huir, aunque no siempre logremos ver con claridad en qué dirección. Por un lado, la extraordinaria difusión de movimientos que cuestionan el mito del decrecimiento – a nivel tanto macro-económico como personal y familiar – son sintomáticos de la profunda desilusión en que ha desembocado la promesa de felicidad avanzada por el crecimiento económico. Por otro lado, el giro transpersonal en psicología y el regreso de la filosofía al aquí y al ahora de la vida cotidiana, hablan de la urgencia, sentida por millones de personas al rededor del mundo, de recuperar tanto esa interioridad violada y colonizada como también la antigua meta del “bien ser”.
Son las épocas que se auto-perciben como de mayor incertidumbre existencial las que más aprecian la relación íntima entre individuo y filosofía. Si hoy el interlocutor de default de la persona, cuando ésta sufre en el alma, es el psicólogo y no el filósofo es porque la filosofía ha abandonado la prioridad de su dimensión práctica, clínica – y me refiero aquí a aquella idea de ética como dietética del “bien ser” o metodología de la felicidad que muere en el siglo XVIII. Ha sido olvidada, en otros términos, aquella “obligación interna de la filosofía como logos de ser además ergon” (5) en la que insistía Michel Foucault. ¿Qué quería decir? Que la auténtica filosofía es orientada a la transformación del presente en el presente. Es a esta dimensión práctica de la filosofía que hacía referencia Epícteto al decir: “me avergüenza más el no poder hacer acciones conformes a los preceptos [éticos] que el no entender [dichos preceptos]”. (6)
En la filosofía, teoría y práctica, pensamiento y existencia diseñan un circulo virtuoso, así que la filosofía es intrínsecamente (psico-)terapéutica. La historia de la psicoterapia o es una historia del psicoanálisis o es una historia de la filosofía. En el primer caso, se nos presenta como búsqueda de la salud mental a través del desvelamiento del inconsciente; en el segundo, como búsqueda de la felicidad a través del desvelamiento de una visión e intuición del mundo (weltanschauung) que no es inconsciente sino oculta. Como historia del psicoanálisis, la historia de la psicoterapia es una historia de la resignación del sujeto; como historia de la filosofía es una historía de su afirmación. En todo caso, haber perdido esta dimensión (psico-)terapéutica de la filosofía ha sido, y sigue siendo, causa de un daño existencial incalculable. Por esta razón, el reto, hoy, es generar espacios dedicados al encuentro de las personas con la filosofía. Espacios dedicados – quiero aclarar – no a la proliferación de nuevos o viejos dogmatismos, sino a restaurar la práctica terapéutica de aquella mayéutica que es el gran legado de Sócrates.
Quizás la solución del problema se encuentre más cerca de lo esperado, es decir en la revitalización de la misma subjetividad. Si así fuera, valdría la pena recordar las palabras que abren las Meditaciones sobre la vida de Robert Nozick:
Quiero pensar sobre el vivir y lo que es importante en la vida, para clarificar mi pensamiento y también mi vida. Sufrimos la tendencia […] a vivir en piloto automático, ateniéndonos a perspectivas y propósitos que adquirimos tempranamente, sólo con ajustes menores. [… Al contrario,] cuando guiamos nuestra vida por la reflexión, vivimos nuestra vida y no la de otro. (8)
NOTAS
(1) Bernard de Mandeville, La fábula de las abejas, FCE, México DF 1982, pp. 5-6.
(2) Marco Aurelio, Meditaciones, V, 16, p. 73. EMU, México DF 2016.
(3) Gerd B. Achenbach, La consulenza filosofica. La filosofia come opportunità di vita, Feltrinelli, Milano 2009, p. 26.
(4) Néstor A. Braunstein, ¿Qué entienden los psicólogos por psicología?, en NA Braustein, M. Pasternac, G. Benedito, F. Saal, “Psicología: ideología y ciencia”, Siglo XXI, 1975, p. 40.
(5) Michel Foucault, El gobierno de sí y de los otros, FCE, Buenos Aires 2009, p. 237.
(6) Epícteto, Manual, Porrúa, México DF 2017, p. 23.
(7) Robert Nozick, Meditaciones sobre la vida, Editorial Gedisa, Barcelona 1992, p. 11.
Comments