Quisiera resaltar, a propósito de Idillio toscano con fiori, una bien medida, y de ninguna forma ingenuamente optimista, poética de la intuición, de la cual la niña es la encarnación consciente y que se opone a una suerte de presbiopia universal.
De hecho, la niña implosiona, se contrae, se vuelve irónico punto de fuga que, bien anclado a un abajo representado por la tierra y las raíces que hospeda, revela el arriba de una artificialidad distraída e inconsciente de su propia incomprensibilidad. Observamos así, más arriba de la niña, una maestra que enseña el arte de ocultar la realidad por medio de “todos esos bonitos así-es prefabricados con la regla y la escuadra sobre el plano de cuadernos ordenados por una ordenadora”, y dos chicos (significativamente invisibles ante los ojos de aquella misma niña que, sin embargo, ellos perciben como una desarmonía que hay que corregir) que “comen siempre impudentes aquellos dos, sus porquerías gomosas del así llamado libre mercado, no sandías ardientes, color a pimiento, rientes…” y que, hay que decirlo, “propiamente no son malos, diríamos al contrario en síntesis extrema y definitiva, que de los humanos son el cliché”.
[...] non fosse che la maestra non crede ai suoi occhi, non crede che l’arte sia la parte di cui s’impara la parte e poi ci si mette da parte, quella crede che tutto sia l’applicazione di solerti istruzioni, di tecniche miste, d’etichette d’un programma fittizio, d’un negozio precotto, non di quei grilli che abitano teste e cervelli ma non s-cervellati da non dar ordini al caos.
Ahora bien, parecería sugerir D’Ascola que esta poética de la intuición no va absolutamente pensada ni como acto intelectual, ni como espejo de alguna trascendencia, sino como puro naturalismo (¿arcaico o post-intelectual?). Este aspecto me parece sólidamente garantizado, en primera instancia, por la misma niña, que resiste al colonialismo presbiopizante de la maestra cuidando la legitimidad de fluctuaciones conscientes entre registros evolutivamente lejanos de la representación (cuando “no sabe proseguir con las palabras, dibuja a su manera briznas de hierba”); en segunda instancia, por el padre jardinero, del cual se sabe que es un señor, y como tal “empieza desde los pies por lo que, sus propios zapatos él mismo limpia” (sic!); y en fin nuevamente por la niña, que aprende a comer las rosas porque “quien come de ellas parecido a las flores se vuelve, agradable para su complicada belleza”.
Cumbre de este poética es un genial desplazamiento existencial. Nótese que, en sentido estricto, D’Ascola no esboza a una niña en el marco de un idilio pastoral, sino al contrario, hace del campo un momento del idilio infantil (naturalismo arcaico, entonces, no post-intelectual), por lo que idílico no es el campo, no son las flores, sino la propia niña, que es campo y flores, pura emergencia humana, y por eso mismo realidad transpersonal que resiste ante toda diáspora pseudo-humanizante.
Alberto Asero
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