Alberto Asero dialoga con el escritor uruguayo Jorge Majfud sobre El mar estaba sereno
En tu novela, El mar estaba sereno, abordas un tema que, a pesar de su enorme relevancia existencial, no suele despertar la reflexión de las personas: los acontecimientos que fijan el rumbo de una biografía suelen pasar desapercibidos en el momento, mostrando su verdadero alcance a veces muchos años después, retrospectivamente. ¿Por qué afrontar este tema en una novela y no, por ejemplo, en un ensayo? Ese, como tantos otros problemas, sólo se pueden abordar en profundidad en una novela, es decir, en esa forma de ficción donde el escritor explora sus intuiciones más persistentes y trata de aclararlas, no desde un punto de vista racional sino emotivo. Uno puede hablar siglos sobre el amor, el miedo, la angustia, la esperanza, pero si no se enfrenta a esas emociones en una obra de arte no puede completar eso que podríamos definir como aprehensión y comprensión. Ni siquiera la experiencia personal, directa de esas emociones, de esos sentimientos es suficiente para aproximarnos a la naturaleza del fenómeno, ya que cuando estamos envueltos por los eventos del presente (sobre todo cuando esos eventos y ese presente son intensos, dramáticos) no podemos tener ni la claridad, ni la serenidad, ni la distancia para reflexionar y re-sentir sobre esa parte más profunda y más auténtica de la naturaleza humana. Dicho esto, claro que podemos hacer una síntesis más o menos racional de lo que pensamos del mismo fenómeno, como forma de introducción limitada y precaria del fenómeno. ¿Esta necesidad de remitirnos al arte para enfrentar sentimientos y emociones vale también cuando se trata de recuperar, por así decirlo, el hilo de la propia vida - los "días marcados"? En El mar estaba sereno, los “días marcados” son aquellos días, aquellos momentos en la vida de cualquier individuo que en su momento pasaron inadvertidos pero que significaron un cambio radical en la vida de una persona (en este caso de un personaje) o la definición de un destino. En muchos casos, esos días marcados no sólo pasaron inadvertidos para cada individuo que los vivió (una decisión, una negligencia), sino que permanecieron ocultos a la conciencia y a la memoria, sobre todo cuando ocurren a una edad muy temprana, pero que permanecen en cada uno como una inquietud, como la persistencia de un temor, de una obsesión, de una fijación emocional. En El mar estaba sereno (el título refiere a la contradicción entre la aparente serenidad del contexto y el drama que contiene), los personajes no sólo sienten esta presencia oscura, submarina, inquietante e incomprensible, sino que van al encuentro de ella de diferentes formas (“más allá del futuro está el pasado”). Simultáneamente a esta búsqueda de la marca que produjo un acontecimiento en la historia individual, subyace también la idea, la intuición, la sospecha de que a pesar de que estamos condenados a la libertad, como diría Sartre, por otro lado reproducimos las experiencias de nuestros antepasados en diferentes escenarios. Porque los escenarios son inevitablemente diferentes (alguien emigra y sus hijos y nietos viven en otro país; la historia ha cambiado algunas cosas visibles, como la tecnología, etc.) pero en el fondo, en esas profundidades existenciales que más importan, solo estamos repitiendo la vida de nuestros progenitores, de nuestros antepasados, sin saberlo. Es decir, de la misma forma que un lector siente lo que siente el escritor cuando se logra el milagro de la comunicación y la empatía, nuestros sentimientos, nuestras ansiedades, nuestros miedos, amores, esperanzas no difieren mucho de los otros y es esto lo que nos hace un ser colectivo, como si fuese la única forma de traspasar los límites rígidos, las altas murallas del yo, ese que soy y que me impide ser otros. Eso es algo que el arte puede lograr, al menos por un momento, al menos por un tiempo tan breve como la eternidad. Otra vez, y por una razón diferente, lo del principio de la novela: “más allá del futuro está el pasado”. Aprehensión y comprensión, decías. La novela – pero lo mismo valdría también para otras formas artísticas – parecería manifestar aquí una de sus vocaciones fundamentales: ser elaboración “situada”, por así decirlo, de la criticidad existencial. Una criticidad que vislumbra en la novela una oportunidad de representarse y reconocerse, pero también de reintentar caminos y preparar nuevas salidas, porque se rehúsa a ser aislada de la existencia que la experimenta – amor, miedo, angustia esperanza no pueden existir de otra manera, desde luego, que en relación a un ser biográfico. Hay quizás aquí una tensión, epistemológica y metodológica, entre literatura y psicología, que bien podríamos leer a partir de la distinción propuesta por Karl Jaspers entre explicación y comprensión en tanto ópticas alternativas sobre el acontecer existencial: la primera arraigada en la lógica de la casualidad, que reenvía al organismo, y la segunda orientada al sentido, que sólo se muestra “situado”, es decir en (y desde) una biografía. En el caso de la novela, por su ambicioso poder de cobertura, sin límites de extensión, sin límites formales más allá del uso casi exclusivo de la palabra, es un género que puede contener a los demás géneros como la poesía, el drama y hasta el ensayo. Por otra parte, los personajes, si son personajes humanos, completos, son seres racionales e irracionales, seres que piensan y que sienten. Eduardo Galeano aplicaba una aproximación "sentipensante" a sus ensayos, a sus historias. La novela no es diferente, excepto que es ficción, es decir, es el desarrollo de uno o de varios sueños, individuales y colectivos, a través de un estado de seminconsciencia, un permanente navegar por una frontera entre lo racional y lo onírico. En fin, como la vida de cualquiera. Pero la novela, como otras formas de arte, tiene esa capacidad de exponer un drama, emociones superficiales o profundas, al tiempo que mantiene cierta distancia para que el escritor y, sobre todo, el lector, puedan soñar despiertos, puedan enfrentarse a una situación existencial con una capacidad especial para sentirla, rememorar y reflexionar sobre esa situación. En un mundo embrutecido por el consumismo y la simplificación del mercado, el arte, al menos el arte que no se produce meramente para vender, tiene esta misión de rehumanización. Con respecto a lo que dices sobre la tensión entre literatura y psicología, creo que ambos, literatura y psicología, comparten muchos aspectos, de la misma forma que cuando hablamos de literatura y política, literatura y sexo, etc. De hecho, la psicología es, como la religión, literatura con sus propias condicionantes. Igual la literatura: es imposible (o el experimento no valdría la pena) crear un personaje sin una determinada psicología, sin una identidad. En algunas novelas, como Crimen y Castigo de Dostoievski o alguno de Charles Bukowski, este factor puede ser central y en otros menos importante, como en alguna novela de misterio fabricada para la venta (donde el puzle causa-efecto es más importante que la motivación del asesino), o puede ser una elaboración subliminal, como es el caso de los cuentos de hadas o de las leyendas. Por otro lado, como lo dijimos el año pasado en una presentación de video para tu Congreso, creo que de la narración surgió la conciencia del mundo. El poder de ordenar los eventos de una forma causal o mágica, lógica o absurda, significa la captura de aquello que está más allá de nuestros ojos, lo que no se puede tocar, pero define la existencia, el mayor misterio de todos: la conciencia. En mi última novela, aun inédita, el personaje principal va a hacer el check out en el hotel y ve una piedra sobre la mesa de la recepción. La recepcionista le dice que es un pedazo de asteroide. El personaje no encuentra forma de explicarse por qué ese pedazo de piedra oscura representa un profundo interrogante existencial: ha viajado por millones de años, ciega, por un espacio muerto, y en ese momento “existe” ante la conciencia y la perplejidad de ese ser de un día, que somos los humanos. Se pueden escribir (y de hecho se han escrito) cientos de libros filosóficos y psicológicos sobre este tema, pero creo que ese momento expresado por la perplejidad fugaz de ser insignificante posee una fuerza y una revelación que no podemos explicar de forma racional ni entender de forma completa. El personaje no encuentra las palabras y, por lo tanto, la conciencia, como la existencia de esa piedra, se diluye en el inconsciente o en la nada. Si la conciencia del mundo se enrosca (también) alrededor de un tejido narrativo, narrar ha de ser algo como un instinto, una pragmática de la existencia; pero también un bálsamo, un antídoto contra la agorafobia del mundo. Viene al caso el asteroide de tu nuevo trabajo: representación de una intrusión, de una provocación, de una brecha en el orden narrativo vigente hasta la caída del mismo asteroide; brecha desestabilizadora, insostenible y por supuesto desafiante, al punto que la comprensión del asteroide en la consciousness zone parecería implicar, ipso facto, un proceso orientado asintóticamente hacia una reconstrucción posible del tejido narrativo que cobija la conciencia. Hay sin embargo literaturas que parecerían bogar en la dirección diametralmente opuesta, poéticas animadas no por una tensión incluyente (y, en cierto sentido, re-ordenadora), sino por una expansión mística (pienso en Alain Fournier o también en Eugenio Montale). Volviendo a la metáfora, una cosa es “invitar” (narrativamente) el asteroide en la comunidad de los objetos re-conocidos, otra es aferrarse a lo irreconocible para reafirmarlo como tal y, a través de él, intentar "ver". Me parece que en el primer caso – y retomo aquí algo que decías más arriba – la palabra diseñe el horizonte amplísimo de la novela, mientras que en el segundo la palabra siga siendo límite, pero en el sentido de insuficiencia; me parece, dicho de otra forma, que en el primer caso la experiencia narrativa sea inmediatamente psico-terapéutica, mientras que en el segundo sea religiosa. Si así fuera, ante el asteroide, ¿qué posibilidades hay?, ¿qué posibilidades ha la literatura, de no tener que escoger entre callar, à la Wittgenstein, y adentrarse en nuevas teologías negativas? ¿Tertium non datur? El “tertium non datur” sólo se puede aplicar a la lógica, a los asteroides. No a la literatura, no a la vida. Por otro lado, narrar podría ser un impulso, una necesidad, una facultad producto de la evolución como lo es el mismo lenguaje oral, pero no necesariamente un instinto. Como dijimos antes, la diferencia entre el ensayo y la ficción radica en que esta última explora fundamentalmente lo emotivo, lo emocional y, por lo tanto, aquellas zonas humanas que tienen profundas raíces en lo inconsciente. Sin embargo (y aquí está la aparente paradoja) esa explicación se hace con un instrumento que arrastra los fenómenos inconscientes a la conciencia. ¿La diferencia? La narrativa académica, analítica o ensayística, utiliza medios racionales y su objetivo es comprender un problema racionalmente. La narrativa de ficción utiliza medios sensibles y su objetivo es aprehender el fenómeno de forma sensible. Cuando contamos un sueño estamos trayendo un fenómeno experimentado de forma puramente emocional, absurda, irracional al orden narrativo y lo colocamos en diferentes niveles: a) en un nivel aún sensible (la narrativa, el cuento) o b) en un nivel racional (psicoanálisis, por ejemplo). Claro que la narrativa de ficción, como la pintura, como las matemáticas, como el sexo, pueden ser psico-terapéuticos, catárticos en el sentido de la antigua tragedia griega y la más reciente práctica psicoanalítica. Pero como literatura, es literatura por un “algo más” que es muy difícil explicar racionalmente. Es ese “algo más” que diferencia a un hombre vivo de su cadáver. Ese “algo más” es múltiple e incluye, incluso, su voluntad de negación, como la idea imposible de vaciar de significado las palabras a través de la repetición, como en un rosario que se repite de memoria mil veces, o el mero placer de la composición de palabras, etc. La voluntad y la necesidad de creación (que es siempre la forma más radical de libertad) es otro de los componentes de la literatura, como los es de cualquier arte, de cualquier filosofía, de cualquier ciencia y de cualquier otra actividad elevada del intelecto y del espíritu humano. La reflexión, la perplejidad de una persona o de un personaje ante un trozo de asteroide (que existe, que ha existido por millones de años, pero no tiene conciencia, no tiene sentido, como no tendrá sentido el Universo cuando dejemos de existir, cuando dejemos de sentirlo y de pensarlo) sólo puede revelar los límites de la comprensión y de la percepción humana: somos como moluscos encerrados en sus corazas en el fondo del mar. Moluscos, pero con perlas. Una última consideración a propósito de los “días marcados”, como ocasión para evocar el tema – implícito en tu discurso – del poder de la literatura sobre la psique… Antes que completes tu pregunta, déjame hacer una anotación sobre ese punto. Desde hace por lo menos veinte años venimos reflexionando y practicando, tanto en el análisis académico como en la novela, la idea de que la literatura no es sólo la exploración de la naturaleza humana más profunda sino que la realidad social e individual están organizadas por la fuerza de ficciones fundadoras. Lo que en otro momento de la historia se llamaban “mitos”, es decir, aquella ficción que no parece tal cuando uno está inmersa en ella, cuando uno es un personaje. Por eso los mitos siempre se consideran cosa de los otros. Yo diría que el primer aspecto, el de exploración, es el más noble del arte, mientras el segundo suele ser usado por la política y, de forma consciente e inconsciente, es un instrumento de manipulación de unos grupos en beneficio de otros. Recientemente el best seller e historiador Yuval Noah Harari ha recorrido el mundo repitiendo que la diferencia entre los humanos y el resto de los animales, aquello que nos hace poderosos, es nuestra capacidad de crear y compartir ficciones (religiones, ideologías) capaces de organizar grandes sociedades más allá de la tribu. Esto, en realidad no es algo nuevo. Ya sabíamos de mucho antes por varios estudios académicos de los últimos diez años, y varias veces pusimos el acento en el hecho de que la ventaja de nuestros principales antepasados, los cromañones sobre nuestros primos, los neandertales fue que los primeros tenían la capacidad de creer en historias, dioses y ficciones mientras los segundos, los perdedores, los exterminados eran demasiado realistas. Incluso la idea de la “realidad de la ficción” está en el libro Critica de la pasión pura (1998) y en artículos como “La inteligencia colectiva” (2007), “El realismo mágico de la macroeconomía” (2010), es central en el libro de análisis semántico La narración de lo invisible (2005) o en Cyborgs (2010 , e.g. “Los límites de la fe”). Ahora, no como ensayistas sino como novelistas, nos interesa casi exclusivamente el primer elemento: la exploración y la revelación de lo que es que, paradójicamente, llamamos “creación”. Digo “paradójicamente” porque la verdadera creación está en la ficción que no se llama ficción: en la narración política, ideológica y mitológica de la realidad, la ficción que crea realidad. Probablemente no la llamamos “creación” o “invención” porque casi siempre es una obra colectiva, un delirio colectivo y rara vez la obra de un solo individuo. Volviendo a los "días marcados", el hecho de que los acontecimientos muy rara vez revelen de inmediato su real influencia sobre el rumbo de una biografía, fija – me parece – alrededor de la misma un horizonte oculto que, dependiendo del carácter de la persona que lo habite, despertará una angustia paralizante o, al opuesto, una liberadora abertura hacia el futuro. “Los días marcados” que aparece como tema en El mar estaba sereno pueden definir una vida sin que sus protagonistas, ficticios o reales, sean conscientes de sus decisiones o de sus experiencias en el momento crucial. Personalmente creo que todos estamos sujetos a momentos decisivos. Bastaría con considerar un caso muy común y poco dramático, como puede serlo el encuentro fortuito de dos jóvenes que luego se casan, tienen hijos y construyen o destruyen una vida, una historia. Las décadas restantes dependen de un breve instante, de una simple decisión. La arbitraria idea de destino es otra ficción que pretende darle cierto sentido unitario y tranquilidad metafísica a la existencia (la idea de fatalidad e inevitabilidad como consuelo psicológico e intelectual) a una realidad que nos ofrece miles de opciones a cada minuto. Así todo. Ahora, para mí la reflexión o la empatía literaria puede proveer toda la gama de emociones posibles, desde la depresión a la euforia, pero incluso la obra más oscura, aquella que parece depresiva como El Pozo de Onetti o La Nausea de Sartre, en cuanto arte, no tiene un efecto depresivo sino liberador. Conocernos es liberarnos. Ahora bien, ¿crees que un lector de tu novela pueda encontrar en ella un escenario que le permita modelar constructivamente los excesos de estas actitudes, volverlas menos irreflexivas, menos automáticas? ¿Crees que una novela pueda ayudar a enfrentar y recontextualizar, por ejemplo, el miedo al error que anticipa y acompaña toda decisión destinada a marcar un cambio importante en la vida? (Todo esto, naturalmente, sin de ninguna manera sugerir una lectura instrumental de la literatura.) No, no creo. Pero tampoco creo en la neutralidad existencial de la literatura y del arte en general (eso es, precisamente lo que ha impuesto el mercado), sino todo lo contrario. En la Edad Media y mil años antes, en la antigüedad, las historias eran moralizadoras. Los cuentos del Conde Lucanor (esa hibridez entre lo europeo y lo árabe, entre lo cristiano, lo musulmán y lo judío) tenían una moraleja final. En inglés ni siquiera tienen un término específico para "moraleja". La llaman "moral de la historia". Hoy, ese recurso sería demolido por cursi. En Las mil y una noches (esa maravilla de la imaginación árabe, con algunas incorrecciones que produce la distancia del tiempo) las moralejas no eran tan explicitas, pero llevaban un mensaje moral también. Siglos antes, la tragedia griega cumplía cierta función pedagógica en cuanto al destino, la fortaleza psicología y ciertas experiencias morales. Cuando no era catártica, es decir, terapéutica. El arte moderno, incluso desde el Renacimiento, separó la ética de la estética hasta centrarse solo en la estética (“el arte por el arte”). Yo creo que la ficción, sobre todo la novela, al ser un género hibrido, totalizador, integra o puede integrar todo lo que es relevante en la experiencia humana pero usando los recursos interiores del lector (emociones, ideas), no para educar sino para explorar y liberar. No creo en una novela o en un libro de cuentos como instrumentos directos de ayuda, como bien lo adviertes luego de tu pregunta. Tal vez porque no creo ni un centímetro en la literatura de autoayuda que a los únicos que ha ayudado hasta ahora ha sido a sus autores y a las editoriales. Al menos no más que la confesión con el cura o el psicoanalista. Sí creo en la literatura como poderoso revelador y sanador; entre otras cosas, claro, porque su misión no es ni curar ni moralizar. ¿Cómo ha funcionado todo eso en tu caso personal, como hombre, como escritor? Yo me salvé gracias a la literatura (esto lo dijo Ernesto Sábato, y debo repetirlo para referirme a mi caso personal), pero no por la escritura catártica sino por la lectura apasionada. Cuando era un joven perdido en el mundo, en mi solitario dormitorio de estudiante, torturado por mis miedos sociales, por mi repugnante insignificancia, los libros me enseñaron que el mundo es una ficción, sea social, colectiva o producto de una distorsión (creación) individual: no me refiero a esa piedra con la que tropezamos, a la falta de comida por cinco días, sino a casi todo lo demás: todo eso del prestigio de los otros, de la importancia de ciertas cosas, de ciertas posiciones sociales, del futuro, del deber, de la vergüenza de ser un personaje ridículo, del honor que venden las ceremonias oficiales… Todo esas ficciones sociales, esos sueños colectivos. La literatura ayuda a madurar, a ver el mundo desde múltiples puntos de vista y a restarle importancia a las cosas que no la tienen más que por su propia ficción. Hay muy pocas cosas realmente importantes en este mundo y probablemente ninguna lo es. En otras palabras, la literatura eleva, y cuando uno está en un pozo psicológico o existencial, la única forma de salir de él es elevándose.
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